Soñar con agua, de Estela
Zanlungo, 2014.
Por Liliana Lukin
Es preciso tener un fuerte deseo para
escribir. Escribir es preciso, y ese deseo en este libro está armado de
reminiscencias, voluntades de invención, solidaridades de la palabra con otras
realidades, en una construcción que tiene el deliberado vaivén de una ola, concepto
que trenza el tiempo y el espacio en una infinita repetición.
Si la cita inicial, de una escritora, contiene
casi todas las palabras-clave de este libro, también evoca el título emblemático
de otra: Las olas.
Así, de Clarice Lispector a Virginia Woolf va
el arco que cubre esta poesía, alimentada, inundada, sedienta, según el juego
que Zanlungo elige para representarse, de referencias y citas que la inscriben
en una tradición.

Pero los textos no son mecanismos sino
tejidos, y se extienden cubriendo como un mapa otras ideas, más allá del juego
autoreferencial. Si Estela Zanlungo va más
atrás en la historia, dirá madre, si más adentro en su estar, dirá casa, si
quiere más cuerpo, escribe danza, si desea ser más visual, sus textos hablarán
de fotografías, y siempre habrá una clase de luz cayendo como una cortina de
agua.
Pero igual que al nadar, al bailar el punto de
vista es móvil: horizontales o verticales los motivos dan vueltas ante los ojos
que apenas pueden fijar una imagen.
Los primeros textos bracean avanzando hacia algo
entrevisto que se esfuma como el sueño del título, pero, apenas dejando la
orilla, ya cada poema enlaza del talle al anterior, y de ese modo coreográfico se
nos da a leer una serie que, podría decirse, está armada como un tango.
No por saber acerca de la autora es que me atrevo
con la referencia: está a la vista, hay en este libro menos imágenes del cuerpo
que metáforas de sus cortes y quebradas, escorzos de un deslizamiento
(metonímico?) que es también el del
sentido de los textos.
Así, todos los tópicos son y no son: de la
soledad se habla nombrando el vacío: aquel patio, lo que no está, del pasado,
poniendo sepia en lo que se mira, de la sed hablando del vaso, de la música
nombrando la sordera, la dicción, de la danza poniendo en escena un tobillo, una
cintura, un hombro, un giro.
Y si los giros son en el lenguaje figuras, aquí
son instrucciones de uso, para interpretar, para seguir a las figuras que se
deslizan por los textos, ligadas por las palabras o por su imposibilidad, hasta
llegar al último poema, que termina casi confesional:
“Mi condición de exceso / tan previsible en el
final / de evaporarme”.
Soñar
con agua es una ecografía de estados del alma en un
modo de la expresión que, como en toda buena poesía, consiste en la enorme
dificultad de dar un nombre distinto a lo que ha sido ya nombrado: conseguir una frase que no sea “lengua
muerta”, que vaya rasgando el piso resbaladizo del lenguaje, dando vueltas en
un escenario felizmente mal iluminado,
siguiendo una “cadencia antigua” que dicta los pasos, y poder decir “soy”.
Soñar
con agua define a un sujeto femenino, se cierra sobre
sí como una valva y abre el juego como una pieza musical: donde se escribe la
incompletud, deja incompleto, y donde inventa cómo decir su deseo, produce
deseo.
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